El tiempo y el espacio eranse fluctuados por mi maldito estres, las horas nocturnas, los momentos aquellos en los que se supone el létargo calma la demora, pasaban ahora como un trén lento por una pequeña estación abandonada y desvencijada. Llevaba ya algún tiempo sin salir de estás cuatro paredes que me acusaban de soledad, tiempo sin que mis ojos puedieran dibujar algo con movimiento diferente a insectos y plagas, y era que el insomnio me había transformado.
Pasaba el día enhebrando posibles sueños de la noche con jirones de la realidad, las noches, dudosas como ninguna otra incertidumbre que se conozca, pasaban dejando restos de algún posible sueño o de algún suceso que mi mente derrotada por las horas de vigila ya no podía clasificar como real o farsa. Pues siendo así, no daré aclaraciones sobre el por qué de mi estado, pero por otra aprte dejaré plasmadas en estas líneas las más atormentantes narraciones de las que en mi vida he podido experimentar.
El alba, había cerrado su telón mágico en medio de una pequeña brisa que casi conformaba un arcoiris al norte de la ventana, yo como todas las noches, yacía acojonado en mi cama, acoquinado preparado para alguna sencación aberrante que se escondiera entre los rincones de cera de la habitación. Claro, cabe decir que también esperaba agazapado encima de mi lecho con la esperanza de que está noche podría cerrar mis ojos sosegados por el centelleo de las luces del metro aledañas a mi casa. Por el metro se me ha ocurrido lo del tren. La modorra, comenzó a picar mi espalda a manera de un enjambre de abejas enfuerecidas, el veneno que no duró en llegar a mi mente me hizo recostar la cabeza sobre la almohada y mis ojos, entornados, fueron el presagio de los compulsivos ataques que pareciesen venir de mi corazón. Entre dormido y despierto me preguntaba atónito sobre tan danza extraña, mi mente que cada vez estaba más abrazada por la subconciencia me reclamaba la falla evidente de mi bomba sanguínea, parecía como si me gritase al oído que se hallaba muriendo, mientras yo, llevado por el sueño, estaba más convencido que mi insomnio había logrado afectar mi salud y que los sarcófagos del cementerio tendrían que reducir su espacio entre ellos, pues ya sería yo uno que estaría dentro de alguno. Después del frenético ataque, mi conciencia por fin logró conseguir lo que más quería, alcanzar la realidad, y mis pies enardecidos buscaron la posición exacta en que mis ojos pudieran ver el reloj, claro todo esto fue acto siguiente en que mis brazos asustados tomaron bruscamente las sabanas de mi nicho oscuro y las arrojaron para tomar el impulso que me levantaría. Eran apenas las 1:30 AM, sensaciones cortas habían ocupado más de cinco horas.
Sentado entonces, al borde de mi cama, elucubraba sobre lo pasado, sobre lo relacionado con otras noches pasadas y como siempre no hallaba más que la sencilla explicación de que no tenía nada que ver con lo real. No era siquiera el eco más mínimo de la cordura, más sin embargo sólo una pequeña voz que representaba la normalidad pudo asegurarme que lo sucedido si había tenido lugar. Cansado de pensar en preguntas sin respuestas, mi pelo fue jalado de nuevo por el cansancio, fue llevado directamente sobre el cómodo cubo adaptado perfectamente para la cabeza. De ahí, las cosas fueron aun más terribles.
Por alguna razón ahora mi cuerpo, descansaba en una posición contraria a la que me había recostado, es decir, estaba boca abajo con un brazo afuera de la cama; sólo cuando abrí los ojos pude notar que aquel brazo sostenía a un niño del cual no sabía su procedencia y no podría definir su cara amorfa, únicamente diré que en sus ojos se veía una nostalgia más perturbadora que un longevo muerto al que los sueños se le han destruido. El niño parecía implorar porque lo moviera, parecia como si él no pudiera moverse por si mismo, y cabe decir que yo tampoco tenía control sobre mi cuerpo, cabe decir que la cama ahora era una suave carcel de la que no quería escapar. Moví al niño lentamente y al instante sentí un ruido ensordecedor que dejaba un eco abrasivo por toda el lugar, por todo el lugar que no era mi habitación, era más bien como una especie de antro recién pavimentado. El sonido no había desaparecido cuando fue invadido por uno más, allí en ese momento me dí cuenta que estos ecos los he de escuchar en algunos lugares de lo real, claro, ahora todo tenía más sentido mire hacia el suelo con un movimiento vertiginoso que casi parece dislocarme el cuello, y estaban allí posicionadas cuidadosamente seis gigantescas cuerdas de güitarra de color plateado y blanco, respectivamente, mi admiración no duro en desaparecer y no tadré en palidecer cuando vi sangre sobre ellas, las cuerdas tenían enormes gotas de sangre que chispoteaban cuando se sacudían, de repente levante la mirada y estaba el pequeño niño llorando a unos pocos centimetros de mi cara, pensé que no podía moverse pero me había equivocado, el pobre pequeñajo reclamaba la sangre perdida de sus pies, la reclamaba alegando que mi canción mortuoria le había quitado sus extremidades inferiores; finalmente, luego de escuchar una frase lastimera, el pobre chiquillo sucumbió sobre las filosas cuerdas de güitarra.
La mañana había llegado con su habitual nostalgia, y sus preguntas insolubles. Latente en mis oídos, aparte de los repiques producidos por la sangre golpeando fuertemente mis cienes, se hallaba la frase lacrimosa del niño:
"Soy el muerto que no puede dormir".